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VALPARAÍSO EN LA MIRADA DE MANUEL ROJAS

Tal vez uno de los recuerdos más imborrables en la vida de cualquiera, es la experiencia de ver el mar por primera vez. En el caso del escritor Manuel Rojas esto sucedió cuando era un joven de 18 años. Ese hallazgo

Por Jorge Guerra C. 
Director Fundación Manuel Rojas 

 

Puerto de Valparaíso,
ahí estás, ese eres tú;
en tus calles y en tus cerros
ardió ayer mi juventud
 
Juventud llena de hambre,
de amor y poesía;
no podía darte nada,
me diste lo que tenías [1]
Manuel Rojas

 

Tal vez uno de los recuerdos más imborrables en la vida de cualquiera, es la experiencia de ver el mar por primera vez. En el caso del escritor Manuel Rojas esto sucedió cuando era un joven de 18 años. Ese hallazgo tuvo para él una dimensión emocional trascendente porque, no solo apareció la extensión infinita del océano, sino porque surgió la morfología cautivante, mágica e incomprensible de Valparaíso.

La noche del primero de mayo de 1914, luego de participar en una tumultuosa y agitada manifestación en la Alameda, Manuel Rojas vuelve al conventillo que habitaba en el barrio Brasil, junto a un par de compañeros anarquistas. Le salen al paso otros tres individuos que los recriminan por agitadores y subversivos. La discusión sube de tono, Rojas esquiva el ataque a cuchillo de un interpelador y, en su defensa, uno de los anarquistas saca un revolver y dispara, hiriendo a los sujetos. Sus compañeros huyen y Manuel con ellos. Aconsejado por su madre, decide esconderse de la policía y tomar el tren nocturno a Valparaíso. Sentado en la estación Bellavista, solo, mientras espera el amanecer, escucha un rumor persistente, un rugido desconocido a intervalos casi iguales:

[…] hasta que amaneció y pude ver cómo surgías entre la neblina, haciéndote de a poco y como para mí, primero un cerro, luego otro, una quebrada, otra, y pude ver y conocer el mar, el que producía aquel rumor igual y persistente, el mar, que no había conocido antes. [2]

Valparaíso y el mar, simultanea y progresivamente, aparecían ante él creando un vínculo que crecerá en el tiempo.

Aquel amanecer naciste para mí y me parece que cada vez que vengo a verte renaces de nuevo para mí, que te he conocido y descrito como se puede conocer y describir un ser querido, hombre o mujer[3]

El Puerto será su iniciación en muchos sentidos: ahí conoce la generosidad cuando va en busca de trabajo, aprende a remar arriba de un lanchón, intenta ser vigilante nocturno resistiendo el sueño, conoce de los primeros amores comprados cerca de Plaza Echaurren y se involucra, casi sin querer, en una protesta callejera que narra en “Hijo de ladrón”, su novela cumbre, y que le costará ser aprehendido por la policía. El bar Pajarito, el pasaje Quillota, el cerro Cordillera y la caleta El Membrillo se quedan en su memoria y serán escenarios en cuatro de sus siete novelas: “Lanchas en la bahía” (1932), “Hijo de ladrón” (1951), “Sombras contra el muro” (1963) y “La oscura vida radiante” (1971).

Para Rojas son los personajes quienes les otorgan sentido a los lugares. Son los ambientes los que contribuyen a establecer la condición de esos habitantes, hablándonos de sus luchas, sus esperanzas, sus tragedias, sus encantos y desencantos. Valparaíso le motivará una serie de reflexiones que van desde la condición de los porteños a la organización social que determina su topografía. Por ella se desplazan, suben y bajan, individuos que buscan un camino y un orden distinto al establecido, que se han unido a otros de igual condición para crear, a veces sin tener mucha conciencia, comunidades al margen. Se trata entonces de un estar “adentro” o “afuera” y, en el caso de Valparaíso, de estar (y pertenecer) a “arriba” o a “abajo”. En un manuscrito descartado de “Hijo de ladrón”, Alfonso Echeverría, El Filósofo, le comenta a Aniceto que la ciudad (Valparaíso) es un hábitat, estratificado en cuatro sectores, del plan a los cerros: primero el centro concentra los poderes y es donde “viven los poderosos, los ricos, los que mandan”, le sigue el lugar donde residen los empleados, algunos obreros acomodados y “las putas elegantes”, luego los conventillos y, finalmente, el rancherío miserable de la periferia, lo más alto en la geografía del Puerto.  “Toda esa gente -asegura El Filósofo- se mueve dentro de su propio círculo; […] no deberíamos, pasar de uno a otro; ni siquiera deberíamos pasar por el centro de la ciudad. ¿Se ha fijado cómo andamos cuando debemos pasar por el centro?” [4] Y Aniceto, agrega:

Es cierto. Cuando Echeverría y yo atravesábamos el centro comercial para ir de un barrio pobre a otro barrio pobre, […] apenas poníamos los pies en una calle central sentíamos como que nuestra ropa, además de sucia y rota, se achicaba ridículamente; […] una sensación de ridículo, de vergüenza, de malestar, parecía acompañarnos a través de nuestro paso por el centro hasta que, ya del otro lado junto con pisar el callejón del cerro o la calle pobre, recobrábamos nuestra normalidad. [5]

Entonces el arriba es el ambiente “apropiado”, el que se ha hecho propio y conocido, el que acoge al estibador o al lanchero, al guachimán, a la lavandera y donde el laberíntico trazado de calles y callejones refugia o esconde al perseguido.

La mirada de Manuel Rojas nace de la vivencia directa. Como él mismo dice: “En tus calles sentí cómo algunas veces tocaba el fondo de la vida dura, ese fondo de desesperación y desamparo en que el adolescente elige a veces entre la delincuencia y la muerte. Pero hay otra alternativa, la de la paciencia, y yo elegí la paciencia” [6]. Una mirada muy distinta a la turística, superficial y pasajera, deslumbrada por lo pintoresco, sino la imagen que se impregnó en él en aquel lejano amanecer en una solitaria estación.

 Jorge Guerra C. Fundación Manuel Rojas

 

 

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    Notas

    [1] De “El cancionero del Puerto”, de Manuel Rojas. Inédito

    [2] “A pie por Chile”, Rojas, Manuel. Catalonia, 2016. Pág. 157.

    [3] Ídem.

    [4] Texto manuscrito inédito. Documento 06-02-14-01del Archivo Manuel Rojas – CELICH P.U. Católica

    [5] Ídem

    [6] Ídem.

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