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Cinco siglos de la muerte en México
Se trata de la primera historia social, cultural y política de la muerte en una nación que hizo de ella su símbolo tutelar. Mediante el examen de la historia y del símbolo de la muerte, este innovador estudio marca un hito en la comprensión del rico y singular empleo que hacen los mexicanos de la imaginería de la muerte.
Por: Paul Gillingham
Artículo aparecido en la revista “Journal of Latin American Studies” 39-4 (2007)
Traducción: Patricio Tapia
Alguna vez Octavio Paz observó —introduciendo una historia cultural igualmente ambiciosa— que los mexicanos solamente creían en la Lotería Nacional y en la Virgen de Guadalupe. Claudio Lomnitz no estaría de acuerdo y pondría la muerte al principio de la lista. Su estudio de “la muy poderosa emperatriz de los sepulcros…, la inexorable Parca que tiene su corte y su palacio entre las bóvedas subterráneas de aquella triste y pavorosa región de las tinieblas” no pretende proporcionar arabescos a la obra seminal de Philippe Ariès o de Michel Vovelle. En cambio, Lomnitz explora cinco siglos de la muerte en México armado con cuatro supuestos diferenciadores. No hay, postula, menos una sola gran tradición de la muerte en México que en Europa.
Mientras que la idea de la muerte fue negada por las culturas del siglo XX de Europa y los Estados Unidos, en México se abrazó de manera ostentosa. Esta celebración polisémica y transversal hizo de la muerte “símbolo tutelar de la nación”, tras un proceso de siglos en el que “el dominio político de los moribundos, de los muertos y de la representación de la muerte y el otro mundo fue clave para la formación del Estado moderno, de las imágenes de la cultura popular y de una modernidad propiamente nacional”. Lomnitz, en definitiva, no se propone escribir El hombre ante la muerte 2: el caso mexicano. Él está, de manera explícita, en una búsqueda más amplia: reconstruir las actitudes hacia la muerte en la longue durée, y demostrar cómo estas actitudes se encuentran en el corazón del ser mexicano.
La obra está organizada en cinco secciones. Una extensa introducción defiende la centralidad de la muerte en la identidad mexicana moderna antes de dar paso a cuatro capítulos sobre la muerte y los orígenes del Estado colonial; tres capítulos que examinan la muerte y los orígenes de la cultura popular; y otros cuatro capítulos que vinculan la muerte, la política y la identidad nacional en el México posterior a la independencia. La conclusión, que elegantemente evita concluir mucho, se centra en la Santa Muerte: un culto reciente, popular entre criminales y policías, a una mezcla iconográficamente aventurada de la Virgen María y la Parca.
Estos son temas sobrecogedores y dramáticos, y Lomnitz comienza con un tono sobrecogedor y dramático en medio de la “gran mortandad” de la Conquista. Habiendo enfatizado la escarpada escala de la mortalidad con referencias (engañosas) a Auschwitz y al "holocausto del siglo XVI", Lomnitz pasa al papel fundamental de la muerte en la formación del Estado. Esto se trata en términos políticos, a través de la misión básica del arte de gobernar colonial, “un esfuerzo por frenar la destrucción de las Indias”, y dentro de un marco cultural. Este último postula una sensación de apocalipsis inminente como fundamental para la formación temprana del Estado colonial. En este esquema, los conquistadores fueron representados como los instrumentos de castigo de los indígenas idólatras, mientras que los franciscanos representaban la fuente de su redención. Los indios, a través de obras como la pieza teatral náhuatl, escenificada en 1531, El Juicio Final, fueron aterrorizados hacia la conversión en masa para evitar el descenso multitudinario en el infierno. Así, la introducción del cristianismo, la pérdida de control y la interpretación escatológica de la muerte en masa entre los indios sustentaron la dominación tanto material como cultural en la Nueva España. Los Habsburgo, como ha señalado David Brading, ciertamente gobernaron por medio de los sacerdotes.
Estos procesos, argumenta Lomnitz, también perpetuaron la brecha entre los conceptos y prácticas de muerte europeos e indios. Mientras que los españoles dedicaron una energía considerable a la vía de escape teológica del purgatorio, a sus nuevos súbditos indígenas se les ofreció un cristianismo minimalista centrado en los sacramentos fundamentales: el bautismo y el matrimonio. La falta de un tratamiento indígena único para los muertos —los aztecas eran cremados, los zapotecas, enterrados— agregó más diversidad a las tradiciones de muerte en la Nueva España. Mientras tanto, los frailes, respaldados por las bajas expectativas de sus Consejos Provinciales, lograron un modus vivendi en el que los indios mantuvieron menos abiertamente rituales prehispánicos para sus muertos —beber, bailar y festejar— pero abandonaron en gran medida los sacrificios humanos, la cremación y los entierros en el hogar. Una vez más, las prácticas de la muerte fueron profundamente politizadas. Los españoles podían disfrutar de elaboradas celebraciones públicas de los “días de muertos” mientras que los indios no, diferencia que reforzaba la superioridad de los primeros como mejores cristianos. A medida que la colonia maduraba, también lo hicieron los usos instrumentales de la muerte; a fines del siglo XVI, los eclesiásticos predicaban la doctrina del purgatorio entre los indios, aumentando sus ingresos con los legados resultantes y las misas compradas. Así, el purgatorio catalizó la expansión de la propiedad privada, los impuestos y el capitalismo temprano.
Un cambio cultural tan marcado, de una comprensión de la muerte apocalíptica a una basada en la contabilidad, fue posible gracias al final de la “gran mortandad” y la estabilización del Estado colonial. Con él vino la confiable dominación cotidiana por parte de la Iglesia. A medida que la mayoría de la humanidad colonial se encontraba en el camino del purgatorio, los mecanismos religiosos para reducir las penas allí se convirtieron en la preocupación central de la sociedad. Algunos de esos mecanismos —cofradías, relaciones más estrechas entre patrono y cliente— generaron un sentido de comunidad. Otros promovieron un sentido de identidad de clase, ya que los ricos tenían más nombres, más misas y funerales más elaborados. La cultura barroca surgió del imperativo de colaborar y competir por escapar del purgatorio; y del costo del ritual eclesiástico esencialmente surgió la apropiación popular (y el embellecimiento indígena) del culto a la muerte. Esto fue, concluye Lomnitz de manera convincente, “una cultura popular que se había construido en todos sentidos sobre la domesticación y popularización del culto de los muertos, con sus elaboradas y abundantes fiestas de santos su preocupación por la pompa funeraria y la caridad; sus ahorros y esfuerzos corporativos destinados a los gastos funerarios; sus tierras comunales identificadas con los santos del pueblo, y su visión de justicia proyectada sobre el otro mundo”.
Los primeros misioneros habrían cambiado sus escapularios por una cristianización tan profunda; pero a fines del siglo XVIII tanto los obispos como los reformadores cívicos estaban atacando la práctica religiosa barroca. Otros historiadores han interpretado esto como el inicio de un marcado divorcio entre una élite europeizada, que comenzaba a negar la muerte, y la cultura popular de un México profundo que intimaba con la muerte; Lomnitz, de manera sensata, es escéptico ante un esquema tan grandilocuente. Su principal explicación para la persistencia de los “días de muertos” es política: un Estado empobrecido necesitaba las rentas que cobraba a los vendedores ambulantes en los mercados que los acompañaban, y era demasiado débil para reprimir todo el evento por la fuerza. Como resultado, el asalto sobre lo macabro fue más retórico que práctico, y difundió aún más la imaginería, los rituales y el lenguaje del culto barroco a la muerte. Para el Porfiriato, la gentrificación de los “días de muertos” y la fascinación del Estado con los héroes fallecidos eran todos signos, cree Lomnitz, del control de una cultura popular macabra sobre los diversos configuradores de la identidad nacional, desde ministros hasta vendedores del mercado; un apoderamiento de la muerte sólo reforzado por la Revolución.
Cualquier tratamiento de la cultura durante un período de tiempo muy largo está invariablemente abierto a acusaciones de impresionismo. Ariès fue acusado de reconstruir la visión cambiante del hombre sobre el Juicio Final a partir de una tumba del siglo VII, algunos tímpanos tallados de los siglos XII y XIII y un fresco del siglo XV; él mismo admitió animadamente haber aplicado un enfoque “intuitivo y subjetivo” a una “masa caótica de documentos”. Los complejos argumentos de Lomnitz también se basan en una investigación ecléctica y de amplio alcance. Los dos primeros —en términos generales, “la muerte apuntala el Estado colonial” y “la muerte crea una cultura popular y religiosa”— serán influyentes tanto por sus persuasivos análisis como por su compendio de evidencias. Sin embargo, así como México se desintegra en la Revolución, también lo hace el tercer y último argumento de Lomnitz. Los capítulos finales oscilan entre la adopción de la muerte como lenguaje político por parte de los gobiernos, la oposición y los artistas; la tradicional debilidad del Estado; la Revolución como una “guerra de liberación nacional”; el auge de Halloweenen detrimento del Día de los Muertos; el rechazo a la muerte por parte de la “generación de la onda”; y la deconstrucción de la muerte en México por intelectuales posrevolucionarios. A medida que la línea argumental se oscurece, también lo hace el lenguaje, recurriendo a “mundos de vida”, “paisajes ideológicos” y esa abstracción ampliamente abarcadora, la “modernidad”. Lomnitz es un académico demasiado escrupuloso para no admitir contraargumentos serios; y al hacerlo no demuestra convincentemente su postulado original, que la muerte perdura como un símbolo-maestro de lo mexicano. Lo que perdurará es una excelente interpretación del surgimiento de la cultura popular en México; envuelta en un libro que comparte algunos de los fuegos artificiales intelectuales de Paz y —a pesar del distanciamiento inicial— más que un poco de lo que Lomnitz llama esa “maravillosa cualidad serpenteante” de sus predecesores de los Annales.
Puedes encontrar Idea de la muerte en México aquí.
ISBN: 9789681682989
N° Edición: 1
N° páginas: 150
Año: 2006
Tamaño en cms.: 17 x 23
Tipo de edición: Rústica
Editorial: Fondo de Cultura Económica